Todo cuanto obra Jesucristo por su naturaleza Humana, reviste dos formalidades: formalidad de acto y como tal transitorio, realizado en tal momento histórico y en tal lugar topográfico; y formalidad de misterio, por imputarse este acto a una Persona divina, y como tal es eterno, trasciende el tiempo, trasciende el lugar, y es tan actual ahora como lo era en aquel tiempo, y está tan presente aquí como lo estaba allí. Pasaron todos los actos de Jesús, pasó su orar y su llorar y su resucitar, etc., pero no ha pasado el misterio de su oración, ni de su llorar, ni de su muerte, ni de su resurrección, etc. Luego cuantas veces me pongo por la fe en relación con cualquiera de los detalles de su vida, revive el misterio, de modo que Jesucristo nace cuando yo quiero, llora cuando yo quiero, etc. Jesucristo puede vivir aquí hoy como cuando vivía en Palestina.
Toda la vida de Cristo se acomodaba al fin de la encarnación, que era redimirnos. El primer acto que el Verbo realiza en el mundo es encarnarse y todos los actos de Cristo son realizados con una carne destinada al sacrificio y se ordenan a la muerte; son pasos hacia ella. “Se entregó por nuestros pecados y resucitó por nuestra justificación” (Hb 10,5-9). La función específicamente capital de Cristo es la redención del género humano. Y los actos con los que la ejerce son actos redentores.
“Se ha entregado a sí mismo para nosotros, ofreciéndose a Dios en sacrificio de suave aroma” (Ef 5,2). Este sacrificio es al mismo tiempo un sacrificio de alianza, sacrificio de expiación y sacrificio pascual. Su efecto salvador consiste en la realización de la Nueva Alianza, en la expiación purificadora, santificadora y en la redención.
Según la carta a los Hebreos, tenemos que decir: “la muerte de Cristo, es el sacrificio escatológico, ofrecido una sola vez, para siempre y de manera definitiva, para la eliminación de los pecados en virtud de la fuerza expiadora de su Sangre”. La carta a los Hebreos abarca en una síntesis grandiosa, toda la vida y la acción de Jesús. La muerte de Jesús en la cruz, su sacrificio por la salvación del mundo, sella la conclusión de todos los sacrificios anteriores y su fin.
Nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por el que ama (Jn 15,13), como El la dio.
La vida cristiana no es otra cosa que la reproducción de la misma vida de Cristo. Cada cristiano, según su vocación, debe reproducir místicamente en su alma el Misterio Pascual: en la tierra, debe tener su pasión y su muerte, para lograr en el cielo su resurrección. “si sufrimos con El, con El seremos glorificados” (Rm 8,17).
Jesús Hijo de Dios hecho hombre, ha venido a nosotros para darnos la vida y dárnosla en abundancia (Jn 10,10). El es el ejemplo de esta perfección que debemos alcanzar, la imagen perfecta con la que, por “vocación divina”, debemos conformarnos (Rm 8,29), porque en El nos escogió el Padre antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor (Ef 1,4).
Además, Jesucristo es la fuente de esta vida divina que El posee desde la eternidad (Jn 1,4); y su humanidad sagrada, en calidad de órgano e instrumento de la divinidad, es el canal con el que este río de gracia llega a nosotros; nuestra perfección y nuestra santidad consistirá en adherirse a ella; en participar de su vida, de unirnos a su misterio; en someternos dócilmente a su eficacia santificadora. Cada uno de sus misterios, cada una de sus acciones, pensamientos y afectos han de ser para nosotros fuente de vida y de gracia.
Es propio del Hijo reproducir a su Padre. Y nosotros hemos sido predestinados para reproducir esa imagen, y por tanto para ser hijos en el Hijo. El debió hacerse semejante en todo a sus hermanos (Hb 11,17) y por eso sufrió hambre y sed, se fatigó en sus largas jornadas a pie bajo el ardiente sol de Palestina o se entumeció por el frío de sus rigurosos inviernos.
Sufrió sobre todo las penas morales: la incomprensión de sus discípulos, la traición de sus amigos, las calumnias y los insultos de sus enemigos gratuitos, la amargura de las humillaciones y de los fracasos; y su Corazón fue sensible a la amistad, y se conmovió hasta las lágrimas, y se dejó abatir por la tristeza y el hastío... Al encarnarse quiso llevar una vida como la nuestra. Hacer lo que hacemos, sentir lo que sentimos, padecer lo que padecemos. Y no solo que estas acciones nos merecieran la gracia, sino que fueran capaces de producirla a manera de sacramentos de santificación.
Sólo exceptuó el pecado personal y sus consecuencias, por su absoluta incompatibilidad con la dignidad divina; en cambio tomó sobre sí todos nuestros pecados y se hizo responsable de todos ellos.
Somos, pues, hermanos de Jesucristo, no solo porque es hombre como nosotros, no solo porque tenemos la misma sangre que aquí es la “gracia de la adopción filial”, sino porque nuestra unión con El, no es solo moral, afectiva, sino vital: nuestra vida es Cristo (Fil 1,21). Jesucristo, como Dios, es la causa eficiente de la gracia; como hombre es la causa instrumental.
La Encarnación en la mente divina tiene una extensión incalculable. No se reduce a la unión hipostática de la Divinidad con la Humanidad formada por el Espíritu Santo en el seno purísimo de María. La Humanidad de Jesús es como el instrumento para que en cierta forma, este misterio se extienda a todos los fieles. Toda la Humanidad, todo el género humano, está llamado a ser una prolongación de la Humanidad de Jesús, para formar así el Cristo Total.
Así como todos los sacramentos nos dan la gracia santificante, así sucede con cada uno de los misterios de Cristo y con cada uno de los detalles de su vida terrena. No solo merece sino que a su contacto con la fe, produce, obra, hace, realiza en mí lo característico de ese misterio o de ese detalle mínimo de su vida. La humildad de Jesús nos abaja y anonada, su dulzura nos hace dulces, su pureza inefable nos purifica, su mansedumbre nos hace mansos, etc. En Jesucristo encontramos nuestra verdadera personalidad.
Todas las acciones de Cristo son acciones de Cabeza. Jesucristo obraba siempre como lo que era: cabeza del Cuerpo Místico.
En cada momento de su vida, El tenía delante de los ojos a cada uno de los miembros de su Cuerpo. Vivía para la Iglesia y en lugar de la Iglesia. Vivía para cada uno de sus miembros y en lugar de cada uno de sus miembros. Sembraba actos que contenían misterios. En sus actos: El era yo, para que al correr de los siglos fuera cada uno de sus miembros reviviendo los misterios y en cada uno de los misterios nos encontráramos con El. En sus misterios, yo soy El...
Cuando comulgamos no solo comulgamos el Cuerpo de Jesús Salvador sino su Cuerpo Místico entero, su Cuerpo Total es decir todos sus hermanos los hombres, los de la tierra y los del cielo: el universo.
Por Jesucristo la Redención triunfó pero somos nosotros quienes ponemos obstáculo al triunfo cuando no injertamos toda nuestra vida en la ofrenda perfecta del Salvador y no acogemos a Cristo entero para injertarlo en nuestra vida.
María, ¡Madre del Verbo encarnado! ¡Madre del Cristo Total! Enséñanos el camino de unión con Jesús y con los demás miembros; acércanos a la ¡Fuente de toda vida y santidad! Adhiérenos por una fe viva a Jesús y a sus misterios santificadores, a su Pasión, a su Muerte y Resurrección.
Toda la vida de Cristo se acomodaba al fin de la encarnación, que era redimirnos. El primer acto que el Verbo realiza en el mundo es encarnarse y todos los actos de Cristo son realizados con una carne destinada al sacrificio y se ordenan a la muerte; son pasos hacia ella. “Se entregó por nuestros pecados y resucitó por nuestra justificación” (Hb 10,5-9). La función específicamente capital de Cristo es la redención del género humano. Y los actos con los que la ejerce son actos redentores.
“Se ha entregado a sí mismo para nosotros, ofreciéndose a Dios en sacrificio de suave aroma” (Ef 5,2). Este sacrificio es al mismo tiempo un sacrificio de alianza, sacrificio de expiación y sacrificio pascual. Su efecto salvador consiste en la realización de la Nueva Alianza, en la expiación purificadora, santificadora y en la redención.
Según la carta a los Hebreos, tenemos que decir: “la muerte de Cristo, es el sacrificio escatológico, ofrecido una sola vez, para siempre y de manera definitiva, para la eliminación de los pecados en virtud de la fuerza expiadora de su Sangre”. La carta a los Hebreos abarca en una síntesis grandiosa, toda la vida y la acción de Jesús. La muerte de Jesús en la cruz, su sacrificio por la salvación del mundo, sella la conclusión de todos los sacrificios anteriores y su fin.
Nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por el que ama (Jn 15,13), como El la dio.
La vida cristiana no es otra cosa que la reproducción de la misma vida de Cristo. Cada cristiano, según su vocación, debe reproducir místicamente en su alma el Misterio Pascual: en la tierra, debe tener su pasión y su muerte, para lograr en el cielo su resurrección. “si sufrimos con El, con El seremos glorificados” (Rm 8,17).
Jesús Hijo de Dios hecho hombre, ha venido a nosotros para darnos la vida y dárnosla en abundancia (Jn 10,10). El es el ejemplo de esta perfección que debemos alcanzar, la imagen perfecta con la que, por “vocación divina”, debemos conformarnos (Rm 8,29), porque en El nos escogió el Padre antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor (Ef 1,4).
Además, Jesucristo es la fuente de esta vida divina que El posee desde la eternidad (Jn 1,4); y su humanidad sagrada, en calidad de órgano e instrumento de la divinidad, es el canal con el que este río de gracia llega a nosotros; nuestra perfección y nuestra santidad consistirá en adherirse a ella; en participar de su vida, de unirnos a su misterio; en someternos dócilmente a su eficacia santificadora. Cada uno de sus misterios, cada una de sus acciones, pensamientos y afectos han de ser para nosotros fuente de vida y de gracia.
Es propio del Hijo reproducir a su Padre. Y nosotros hemos sido predestinados para reproducir esa imagen, y por tanto para ser hijos en el Hijo. El debió hacerse semejante en todo a sus hermanos (Hb 11,17) y por eso sufrió hambre y sed, se fatigó en sus largas jornadas a pie bajo el ardiente sol de Palestina o se entumeció por el frío de sus rigurosos inviernos.
Sufrió sobre todo las penas morales: la incomprensión de sus discípulos, la traición de sus amigos, las calumnias y los insultos de sus enemigos gratuitos, la amargura de las humillaciones y de los fracasos; y su Corazón fue sensible a la amistad, y se conmovió hasta las lágrimas, y se dejó abatir por la tristeza y el hastío... Al encarnarse quiso llevar una vida como la nuestra. Hacer lo que hacemos, sentir lo que sentimos, padecer lo que padecemos. Y no solo que estas acciones nos merecieran la gracia, sino que fueran capaces de producirla a manera de sacramentos de santificación.
Sólo exceptuó el pecado personal y sus consecuencias, por su absoluta incompatibilidad con la dignidad divina; en cambio tomó sobre sí todos nuestros pecados y se hizo responsable de todos ellos.
Somos, pues, hermanos de Jesucristo, no solo porque es hombre como nosotros, no solo porque tenemos la misma sangre que aquí es la “gracia de la adopción filial”, sino porque nuestra unión con El, no es solo moral, afectiva, sino vital: nuestra vida es Cristo (Fil 1,21). Jesucristo, como Dios, es la causa eficiente de la gracia; como hombre es la causa instrumental.
La Encarnación en la mente divina tiene una extensión incalculable. No se reduce a la unión hipostática de la Divinidad con la Humanidad formada por el Espíritu Santo en el seno purísimo de María. La Humanidad de Jesús es como el instrumento para que en cierta forma, este misterio se extienda a todos los fieles. Toda la Humanidad, todo el género humano, está llamado a ser una prolongación de la Humanidad de Jesús, para formar así el Cristo Total.
Así como todos los sacramentos nos dan la gracia santificante, así sucede con cada uno de los misterios de Cristo y con cada uno de los detalles de su vida terrena. No solo merece sino que a su contacto con la fe, produce, obra, hace, realiza en mí lo característico de ese misterio o de ese detalle mínimo de su vida. La humildad de Jesús nos abaja y anonada, su dulzura nos hace dulces, su pureza inefable nos purifica, su mansedumbre nos hace mansos, etc. En Jesucristo encontramos nuestra verdadera personalidad.
Todas las acciones de Cristo son acciones de Cabeza. Jesucristo obraba siempre como lo que era: cabeza del Cuerpo Místico.
En cada momento de su vida, El tenía delante de los ojos a cada uno de los miembros de su Cuerpo. Vivía para la Iglesia y en lugar de la Iglesia. Vivía para cada uno de sus miembros y en lugar de cada uno de sus miembros. Sembraba actos que contenían misterios. En sus actos: El era yo, para que al correr de los siglos fuera cada uno de sus miembros reviviendo los misterios y en cada uno de los misterios nos encontráramos con El. En sus misterios, yo soy El...
Cuando comulgamos no solo comulgamos el Cuerpo de Jesús Salvador sino su Cuerpo Místico entero, su Cuerpo Total es decir todos sus hermanos los hombres, los de la tierra y los del cielo: el universo.
Por Jesucristo la Redención triunfó pero somos nosotros quienes ponemos obstáculo al triunfo cuando no injertamos toda nuestra vida en la ofrenda perfecta del Salvador y no acogemos a Cristo entero para injertarlo en nuestra vida.
María, ¡Madre del Verbo encarnado! ¡Madre del Cristo Total! Enséñanos el camino de unión con Jesús y con los demás miembros; acércanos a la ¡Fuente de toda vida y santidad! Adhiérenos por una fe viva a Jesús y a sus misterios santificadores, a su Pasión, a su Muerte y Resurrección.
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