LA EUCARISTÍA Y LLAMAMIENTO A NAZARETH
La Congregación es llamada a ser homenaje vivo a la vida Oculta de Jesús en Nazaret y en la Eucaristía (Const. I,4).
Hubiera querido entrar profundamente en el espíritu de nuestras Constituciones pero en razón de tiempo solo me detengo en algunos numerales del Capítulo V que siento más cercanos al tema que estamos tratando.
La Dominica de Nazaret como discípula de Cristo debe asociarse a su Cuerpo que se entrega, es decir formar parte de ese cuerpo glorioso que ha sido fuente de bendición hasta la muerte en la cruz, donde traerá sobre sí toda la maldición del mundo (Jn 1,29). Con esta palabra “Tomen” los discípulos son constituidos como tales, incorporados en el destino de su Maestro. (Una comunidad lee el Evangelio de Marcos, Colección lectura pastoral de la Biblia)
El acto esencial del culto cristiano es ofrecer a Dios Padre a Jesucristo. Con él ofrecernos en la sumisión e inmolación completa de nosotras mismas, de suerte que no hagamos más que una cosa con Jesucristo. A costa de una inmolación resuelta y total entregar al Señor nuestro ánimo, nuestro corazón, nuestro cuerpo, sacrificando todo lo que no es él; hacerse para el Padre “un Jesús”, o mejor, transformarse en Jesús. No un Jesús diferente del verdadero y único, sino una persona en que Cristo lo sea todo. “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20).
Nuestro culto no será verdaderamente cristiano, sino en cuánto es ofrenda al Padre, de Aquel que puede ofrecerle lo que él espera, “la oblación de Cristo Jesús”. La ofrenda a Dios de Cristo, no solo del Cristo Histórico, de Jesús hijo de la Virgen María, sino del Cristo “completo” Plenarium corpus Chiristi. (San Agustín, in Ps., 110) que comprende la cabeza con todos sus miembros. El momento en que esta oblación llega a su máximum es la Misa.
Solo una cosa es importante que Dios sea glorificado. Nuestro Señor no vino a la tierra, ni viene en cada misa al altar, no reside en cada minuto en el Sagrario, única ni principalmente para dársenos, sino para ofrecerse al Padre; o mejor para que nosotras lo demos al Padre a quien él se ofrece. Dicho de otro modo: la Encarnación y la Eucaristía no tienen por término la honra del Hijo encarnado o la felicidad del hombre, sino la honra del Padre, la gloria del Altísimo, la Santísima Trinidad.
Limitar nuestra devoción a la Hostia, a la adoración al Señor, y no extenderla a la ofrenda de Jesús al Padre, a la Santísima Trinidad; es no comprender toda la Eucaristía, es no comprender a todo Jesucristo, es no abarcar toda la razón de su venida.
En la misa, la Persona principal es Dios, la Santísima Trinidad. Jesús ejercita su oficio de Mediador, de Persona al servicio de “otro Mayor”. Jesús es el Sacerdote principal, nosotras sacerdotes secundarios, Jesús víctima principal, nosotras víctimas accesorias. Pero Jesús y nosotras formamos el sacerdote y la víctima completos. La actitud constante de Cristo respecto de su Padre es ofrecerse y ofrecernos. La actitud constante de la Dominica de Nazareth respecto de Jesús, es ofrecerle y ofrecerse con él. Oblación de Jesús, oblación de nosotras con Jesús.
Aún fuera de la misa orar de este modo. Es esta una acción eminentemente sacerdotal. (Cf. Const. 117, 119, 120, 122,123).
La religiosa que participa en la Eucaristía es hecha partícipe del misterio del Crucificado resucitado, es decir, de aquel misterio que está en el centro de nuestra fe y de nuestra vida. Juan Pablo II ha escrito: la Eucaristía es la celebración sacramental del anonadamiento voluntario grato al Padre y glorificado con la resurrección. El cristiano aprende a ser en la oblación de sí y en el amor hacia los hermanos ‘eucaristía para el mundo’, así como Cristo ha sido y es siempre en la celebración de la Misa, Eucaristía para el Padre y para la humanidad (cfr. Dominicae Coenae n. 6).
Finalmente, queridas hermanas, ante una sociedad sedienta de Dios nos urge dar respuesta testimonial a esta necesidad del mundo actual desde una vivencia madura y plena de nuestra espiritualidad, centrada en la comunión Trinitaria, en el seguimiento radical de Jesús de Nazaret, Hijo de María en la fraternidad Eucarística y en la contemplación de la Palabra revelada en la cotidianidad de la historia. Así, por el camino del testimonio hablaremos con Dios y de Dios a los hombres de hoy.
No hay que maravillarse de que tal vez el testimonio de una vida eucarística pida hoy, como en los primeros tiempos de la Iglesia, la lógica del martirio: lo evidente de la muerte violenta, pero también lo escondido del dar la vida y la sangre hasta la última gota, día tras día.
Los rasgos luminosos de nuestro rostro eucarístico son los de una Congregación que ama, en el sacramento del amor de Cristo hasta el don de la vida; de una Congregación que cree y sabe, que en la fe posee el secreto de la vida y de la historia y celebra la fe que le ha sido dada; una Congregación que espera y se proyecta hacia el día del Señor; una Congregación destinada a la resurrección, lavada de sus pecados, evangélica en sus compromisos puesto que es evangelizada y evangelizadora. Una Congregación ‘icono de la Trinidad’.
Este rostro eucarístico de la Congregación está destinado a ser mostrado al mundo en la continuidad de vida eucarística que brota de la celebración. Vivamos como celebramos; vivamos lo que se celebra y quede la lección de vida cada día nueva en el don renovado de la Eucaristía.
Naturalmente nuestro rostro de Dominicas de Nazareth no puede no ser un rostro mariano. La Congregación que celebra la Eucaristía recuerda la presencia de María en el misterio eucarístico. La Eucaristía es el ‘corpus natum ex Maria Virgine’. En las plegarias eucarísticas la Virgen María es recordada e invocada. Pero hay más; según la feliz intuición de Pablo VI en la Marialis cultus 16, María es modelo de la Iglesia en el ejercicio del culto divino. Toda celebración eucarística es interiormente mariana porque la Iglesia, y escribo la religiosa, debe conformarse a su modelo de escucha de la Palabra, de gratitud, de invocación del Espíritu, de ofrenda de Cristo, de intercesión por la salvación de todos. En la celebración eucarística y en la vida que brota de ella, María es modelo de la Congregación que vive hasta el fondo el misterio que celebra. Así pues, la Dominica de Nazareth que celebra la Eucaristía debe ser como María, su modelo: humilde, pobre, discreta, fiel a Dios y a su gente, materna y acogedora, reserva de esperanza para la humanidad porque tiende hacia las promesas de Dios que es fiel a su alianza.
¡El cuerpo que consagramos procede y es de la Virgen María! ¡Madre humilde de Nazaret!, ¡Madre de la Hermosura! ¡Custodia viviente! ¡Señora de Pentecostés! ¡En ti adoramos a Dios!
La Congregación es llamada a ser homenaje vivo a la vida Oculta de Jesús en Nazaret y en la Eucaristía (Const. I,4).
Hubiera querido entrar profundamente en el espíritu de nuestras Constituciones pero en razón de tiempo solo me detengo en algunos numerales del Capítulo V que siento más cercanos al tema que estamos tratando.
La Dominica de Nazaret como discípula de Cristo debe asociarse a su Cuerpo que se entrega, es decir formar parte de ese cuerpo glorioso que ha sido fuente de bendición hasta la muerte en la cruz, donde traerá sobre sí toda la maldición del mundo (Jn 1,29). Con esta palabra “Tomen” los discípulos son constituidos como tales, incorporados en el destino de su Maestro. (Una comunidad lee el Evangelio de Marcos, Colección lectura pastoral de la Biblia)
El acto esencial del culto cristiano es ofrecer a Dios Padre a Jesucristo. Con él ofrecernos en la sumisión e inmolación completa de nosotras mismas, de suerte que no hagamos más que una cosa con Jesucristo. A costa de una inmolación resuelta y total entregar al Señor nuestro ánimo, nuestro corazón, nuestro cuerpo, sacrificando todo lo que no es él; hacerse para el Padre “un Jesús”, o mejor, transformarse en Jesús. No un Jesús diferente del verdadero y único, sino una persona en que Cristo lo sea todo. “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20).
Nuestro culto no será verdaderamente cristiano, sino en cuánto es ofrenda al Padre, de Aquel que puede ofrecerle lo que él espera, “la oblación de Cristo Jesús”. La ofrenda a Dios de Cristo, no solo del Cristo Histórico, de Jesús hijo de la Virgen María, sino del Cristo “completo” Plenarium corpus Chiristi. (San Agustín, in Ps., 110) que comprende la cabeza con todos sus miembros. El momento en que esta oblación llega a su máximum es la Misa.
Solo una cosa es importante que Dios sea glorificado. Nuestro Señor no vino a la tierra, ni viene en cada misa al altar, no reside en cada minuto en el Sagrario, única ni principalmente para dársenos, sino para ofrecerse al Padre; o mejor para que nosotras lo demos al Padre a quien él se ofrece. Dicho de otro modo: la Encarnación y la Eucaristía no tienen por término la honra del Hijo encarnado o la felicidad del hombre, sino la honra del Padre, la gloria del Altísimo, la Santísima Trinidad.
Limitar nuestra devoción a la Hostia, a la adoración al Señor, y no extenderla a la ofrenda de Jesús al Padre, a la Santísima Trinidad; es no comprender toda la Eucaristía, es no comprender a todo Jesucristo, es no abarcar toda la razón de su venida.
En la misa, la Persona principal es Dios, la Santísima Trinidad. Jesús ejercita su oficio de Mediador, de Persona al servicio de “otro Mayor”. Jesús es el Sacerdote principal, nosotras sacerdotes secundarios, Jesús víctima principal, nosotras víctimas accesorias. Pero Jesús y nosotras formamos el sacerdote y la víctima completos. La actitud constante de Cristo respecto de su Padre es ofrecerse y ofrecernos. La actitud constante de la Dominica de Nazareth respecto de Jesús, es ofrecerle y ofrecerse con él. Oblación de Jesús, oblación de nosotras con Jesús.
Aún fuera de la misa orar de este modo. Es esta una acción eminentemente sacerdotal. (Cf. Const. 117, 119, 120, 122,123).
La religiosa que participa en la Eucaristía es hecha partícipe del misterio del Crucificado resucitado, es decir, de aquel misterio que está en el centro de nuestra fe y de nuestra vida. Juan Pablo II ha escrito: la Eucaristía es la celebración sacramental del anonadamiento voluntario grato al Padre y glorificado con la resurrección. El cristiano aprende a ser en la oblación de sí y en el amor hacia los hermanos ‘eucaristía para el mundo’, así como Cristo ha sido y es siempre en la celebración de la Misa, Eucaristía para el Padre y para la humanidad (cfr. Dominicae Coenae n. 6).
Finalmente, queridas hermanas, ante una sociedad sedienta de Dios nos urge dar respuesta testimonial a esta necesidad del mundo actual desde una vivencia madura y plena de nuestra espiritualidad, centrada en la comunión Trinitaria, en el seguimiento radical de Jesús de Nazaret, Hijo de María en la fraternidad Eucarística y en la contemplación de la Palabra revelada en la cotidianidad de la historia. Así, por el camino del testimonio hablaremos con Dios y de Dios a los hombres de hoy.
No hay que maravillarse de que tal vez el testimonio de una vida eucarística pida hoy, como en los primeros tiempos de la Iglesia, la lógica del martirio: lo evidente de la muerte violenta, pero también lo escondido del dar la vida y la sangre hasta la última gota, día tras día.
Los rasgos luminosos de nuestro rostro eucarístico son los de una Congregación que ama, en el sacramento del amor de Cristo hasta el don de la vida; de una Congregación que cree y sabe, que en la fe posee el secreto de la vida y de la historia y celebra la fe que le ha sido dada; una Congregación que espera y se proyecta hacia el día del Señor; una Congregación destinada a la resurrección, lavada de sus pecados, evangélica en sus compromisos puesto que es evangelizada y evangelizadora. Una Congregación ‘icono de la Trinidad’.
Este rostro eucarístico de la Congregación está destinado a ser mostrado al mundo en la continuidad de vida eucarística que brota de la celebración. Vivamos como celebramos; vivamos lo que se celebra y quede la lección de vida cada día nueva en el don renovado de la Eucaristía.
Naturalmente nuestro rostro de Dominicas de Nazareth no puede no ser un rostro mariano. La Congregación que celebra la Eucaristía recuerda la presencia de María en el misterio eucarístico. La Eucaristía es el ‘corpus natum ex Maria Virgine’. En las plegarias eucarísticas la Virgen María es recordada e invocada. Pero hay más; según la feliz intuición de Pablo VI en la Marialis cultus 16, María es modelo de la Iglesia en el ejercicio del culto divino. Toda celebración eucarística es interiormente mariana porque la Iglesia, y escribo la religiosa, debe conformarse a su modelo de escucha de la Palabra, de gratitud, de invocación del Espíritu, de ofrenda de Cristo, de intercesión por la salvación de todos. En la celebración eucarística y en la vida que brota de ella, María es modelo de la Congregación que vive hasta el fondo el misterio que celebra. Así pues, la Dominica de Nazareth que celebra la Eucaristía debe ser como María, su modelo: humilde, pobre, discreta, fiel a Dios y a su gente, materna y acogedora, reserva de esperanza para la humanidad porque tiende hacia las promesas de Dios que es fiel a su alianza.
¡El cuerpo que consagramos procede y es de la Virgen María! ¡Madre humilde de Nazaret!, ¡Madre de la Hermosura! ¡Custodia viviente! ¡Señora de Pentecostés! ¡En ti adoramos a Dios!
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