miércoles, 27 de mayo de 2009

Aprendimos del Proceso Diocesano:


3. Que cada vida es una historia, un camino, y en él se puede leer la mano de Dios y la respuesta humana.

Recuerda IsraelRecuerda el camino que el Señor tu Dios te ha hecho recorrer durante estos días…” (Cf. Dt 4,9). Una y otra vez los profetas se esforzaban en hacer “memoria” para que el pueblo reviviese la experiencia y no perdiese su identidad.

Comprendo que el Espíritu que desde el principio ha sido la presencia activa de Dios en el mundo, condujo a Israel, después a Jesús, y ahora impulsa a la Iglesia y permanece siempre dinámico en el tiempo y en la historia de la humanidad y de cada persona. Pues, según la revelación hemos sido pensados, queridos y predestinados desde toda la eternidad.

Por eso, «Toda la vida cristiana es como una gran peregrinación hacia la casa del Padre, del cual se descubre cada día su amor incondicional por toda criatura humana, y en particular por el hijo pródigo (cf. Lc 15, 11-32). Esta peregrinación afecta a lo íntimo de la persona, prolongándose después a la comunidad creyente para alcanzar a la humanidad entera» (Tertio millennio adveniente n. 49).

El Antiguo Testamento prepara el anuncio de esta verdad a través de la compleja temática del Éxodo. El camino del pueblo elegido hacia la tierra prometida (cf. Ex 6, 6) es como un magnífico icono del camino del cristiano hacia la casa del Padre.

El Nuevo Testamento anuncia el cumplimiento de esta gran espera, señalando en Cristo al Salvador del mundo: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Ga 4, 4-5). A la luz de este anuncio, la vida presente ya está bajo el signo de la salvación. Ésta se realiza en el acontecimiento de Jesús de Nazaret, que culmina en la Pascua, pero su realización plena tendrá lugar en la «parusía», en la última venida de Cristo.

Según el apóstol Pablo, este itinerario de salvación, que une el pasado con el presente, proyectándolo al futuro, es fruto de un designio de Dios Padre, centrado totalmente en el misterio de Cristo. Se trata del «misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Ef 1, 9-10; cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1042 ss). (Juan pablo II, 1999).

“¡Vosotros no solamente tenéis una historia gloriosa para recordar y contar, sino una gran historia que construir! Poned los ojos en el futuro, hacia el que el Espíritu os impulsa para seguir haciendo con vosotros grandes cosas”, (Juan Pablo II, VC. 110).

El devenir de cada persona está siempre marcado por una llamada única y múltiple: Llamada a existir, a creer, a acoger al amor. No temas porque te he rescatado, te he llamado por tu nombre: tú me perteneces (Is 43,1).

Una vez más, la palabra de los profetas nos informa y nos asegura que toda iniciativa viene de Dios: “Y Yo la volveré a conquistar, la llevaré al desierto y hablaré a su corazón” (Os 2,16).

Y siempre con una imagen de los profetas, he aquí la respuesta de la criatura a la iniciativa de Dios:

“Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir” (Jer. 20,7)

Jesús está en el centro de nuestro ser y de nuestra existencia. Creemos que él es “el centro de nuestra vida”. La roca viva en que se apoya todo nuestro ser y en la que nuestra vida humana y sobrenatural encuentra su perfecta consistencia y su definitivo sentido. Somos, con él, una sola vida como la vid y los sarmientos. Nuestra verdadera autonomía, o verdadera libertad, consiste en depender vitalmente de él, de Jesús, estando y manteniéndonos arraigados y entroncados en él, que es nuestra raíz y nuestro tronco vivo. El Señor de la vida, del tiempo y de la historia. (Cf. Mt 7,24-27; Lc 6,47-49; Jn 15,1-7; 1Cor 3, 10-11; Col 1,17).

Como Iglesia somos su cuerpo y él es la fuente de nuestra vida. (Col. 1,2) Sabemos que él está con nosotros hasta el fin de los tiempos (Mt 28,20).

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